Los Fuegos de Casabindo – Uno

Casabindo - Jujuy

 

En Casabindo, a ciento cincuenta kilómetros al oeste de Humahuaca, en la profundidad de la Puna jujeña, se desarrolla todos los 15 de agosto la fiesta de la Virgen de la Asunción. Hasta allí llegan peregrinos de todo el norte a pedir milagros y acercar sus ofrendas. Pero más y mejor se conoce el evento por incluir el “Toreo de la Vincha”, única fiesta taurina del mundo en donde el toro no muere. El único que corre peligro es el promesante que lo enfrenta desarmado.

Frente a la Iglesia, casi como patio delantero, un tapial grueso y bajo encierra la nada de la pequeña y única plaza del pueblo. Es un cuarto de manzana de tierra apisonada con sólo dos árboles y un mástil minúsculo en el centro que pretende otorgarle su status. Aquí, dentro de un rato, varios jóvenes se enfrentarán con toros para tratar de quitarles la vincha roja que llevarán entre los cuernos. Algunos de ellos quedarán tendidos en la arena a merced de esos cuernos y viajarán al hospital de Humahuaca o de Jujuy donde un médico los estará esperando, bisturí en mano, para recomponerles o salvarles la vida.

DE PUNTA EN BLANCO

Desde varios kilómetros antes de llegar a Casabindo se divisa una doble cúpula blanca al oeste hiriendo los colores ocres de las montañas. La edificación que desordena el paisaje desde hace más de doscientos años es la única construcción inmaculada que emerge sobre la chatura del pueblo marrón. El adobe es el material exclusivo de las casas a lo largo y ancho de las pocas calles de tierra. Los casabindenses saben que sus casas podrán deshacerse ante un enojo, un soplo de Dios. Y también saben que la Iglesia promete la seguridad, la respiración que puede escasear en cualquier momento en esas casitas tan alejadas de ella.

INTERIORES

Globos y banderines cuelgan en los alrededores de la Iglesia. Una ancha puerta de madera de dos hojas que parece haber sido puesta hace siglos permite la entrada a la angostura del recinto. Los laterales están adornados con una vasta cantidad de santos y vírgenes enancados en sus camarines. Sus portadores los han cubierto con flores de plástico y telas que antes habrán sabido proteger camas o trastos. Sobre tablones, mesas y emergencias los colores de los estandartes de identificación y ruego agregan la presencia sincretista. No es fácil registrar los nombres de todas las imágenes presentes, pero es seguro que la Virgen de Urkupiña, o la del Valle, o el Santo de la Botella, han arribado desde paisajes ignotos decididos a ofrecerse para clausurar penas y dolores tolerados hasta hoy. Mientras compiten en ese menester se exhiben imponentes ante los feligreses dispuestas a participar del desfile del 15 de agosto. Para eso saldrán a medio día montadas sobre hombros encorvados a repartir bienes y esperanzas. Sumergidas en la viboreante procesión que avanzará por el pueblo colmada de ofrendas, atavíos, músicas y bailes, recorrerán unas pocas cuadras para volver pronto a la protección del templo. Y cuando las sombras comiencen a alargarse sobre la Puna, todas emprenderán otra vez el regreso anual a sus orígenes, seguras del deber cumplido.

UN PROMESANTE

En la placita la tensión va en aumento. La algarabía del público que espera subido al techo de los colectivos de turismo y al tapial que la rodea es un rugido para que comience ya lo más importante que han venido a ver a Casabindo. En un predio lateral los toros ya tienen las vinchas rojas con las medallas enlazadas a los cuernos. Están sudados, nerviosos, quieren romper el cerco de alambre a cornadas. Parece que tuvieran sed, mucha sed, la boca les explota de babas. En otro predio más pequeño, sentados sobre troncos a la sombra, toman cerveza los jóvenes que entrarán al ruedo a tratar de quedarse con la vincha. Habrán cumplido así con alguna promesa hecha a la Virgen.

Álvaro Castelarín es de Seclantás. Llegó esta mañana montado en un zaino sudado, las babas salpicando la tierra. Traía y tiene aún un soberbio pañuelo azul atado al cuello. Con bombacha gastada y remendada en las asentaderas, camisa varios números más grande, boina colorada encajada hasta media frente, alpargatas desflecadas, es de escasa estatura y delgado. Su porte parece más pequeño al lado de los animales que observa.

—Te vi llegar en el zaino, en pelo. —le digo.

—Salí tarde, me quedé dormido. —dice después de retirarse del alambrado y acercarse.

—¿Y dónde dormiste anoche?

—En Abra Pampa. Un amigo que tiene un ranchito me prestó un catre.

—También el caballo.

—Debe andar por acá. El muy puto se vino en auto y no me llamó. Le robé el caballo y me vine. Casi se lo reviento.

—No querías perderte la fiesta.

—Es que tengo que sacarle la vincha al toro. Este año se la saco.

—¿Mucho que venís?

—Tres veces me ganó el animal. Pero esta vez se la saco.

—Estás encaprichado.

—Vengo a pedir por mi viejita. —dice mientras ahora mira hacia las montañas.

—Enferma —le pregunto.

—No, achaques nomás, la edad.

—¿Creés que vas a poder con el toro?

—El cuarto año que vengo. Este año se la saco.

—¿No te golpeaste nunca?

—La primera vez, pero era muy chico. Estuve en Humahuaca, en el hospital.

—¿No te dan miedo los cuernos?

—Sé cómo esquivarlo. Soy flaco —dice y se mira el cuerpo—. Difícil que me ensarte.

—¿Qué significa sacarle la vincha?

—Ah, señor —dice Álvaro y vuelve a mirar las montañas—, si pudiera tenerla en mis manos. Usted no sabe.

ESPERA

En los trescientos sesenta y cuatro días que dura la espera entre un 15 de agosto y el próximo, Carmen es la depositaria de las llaves del templo. Ese día los apuros por entrar intentan arrebatárselas mucho antes de que salga el sol. Pero ella, que resiste estos embates desde hace cuarenta años, que sabe desde hace cuarenta años que aquí nada puede comenzar antes, recién cuando su reloj marca las seis, sale de su casita, camina unos pasos protegiendo las llaves con el cuerpo encorvado, y entre apretujones llega y logra abrir las dos gruesas puertas de ingreso.

Los promesantes llegados desde varias leguas alrededor, para ese momento ya forman una larga fila para entrar. Esto también sucedió esta mañana, nos dijo Carmen, tuvieron que esperarme, aunque varios me golpearon la puerta, pero no, yo no entrego las llaves a nadie, salvo al cura de Abra Pampa que viene a decir sus misas ciertos domingos del mes. Su casita, como todas aquí, es de paredes marrones, techo bajo de cañas, y contrasta con el blanco inmaculado de las paredes eclesiales. Carmen deja ver la enorme blancura de sus dientes casi perfectos cuando se ríe con ganas de alguna ocurrencia suya. A lo mejor cuando me muera logren quitármelas, dice y enarbola en alto dos gruesas llaves oscuras, forjadas en fierro, como si de su posesión dependiera el aire de sus pulmones.

— Una vez, hace muuuucho, vino alguien, un hombre, parecía venir  de Jujuy, de la capital — continúa diciendo—. De traje, bien vestido, no era de acá, se notaba. La cuestión que se apareció a media mañana en un auto… no sé, un auto importante, coludo. Me acuerdo que era un día de semana. Y no va que escucho que me tocan la puerta a esa hora. Adelante, pase, digo yo, vio, acá a nadie se le niega la entrada. Y resulta que se aparece acá mismo, ahí donde está parado usted, se aparece este buen señor. Yo me quedé petrificada, no por miedo, vio, quién va a andar por acá metiendo miedo. No, sino porque nunca había visto a este hombre, y así vestido, puro traje, acá ni el intendente. Buen día, qué se le ofrece buen hombre, le digo. Necesito las llaves, me dice. Y no va que me lo dice así, sin saludar siquiera. Los dos sabíamos de qué llaves estaba hablando, así que no le anduve con vueltas. Y a usted quién lo manda, si se puede saber, le dije. Cómo quién me manda, me dice, soy el obispo. Ah sí, y yo soy la Virgen María, le contesto y empecé a recular para la cocina, le repito, no por miedo, vio, sino para agarrar algo, un palo, un cuchillo, algo, en la iglesia hay cosas de mucho valor, porque el hombre parecía envalentonado, además mentía, y a mí no hay peor cosa que me vengan con mentiras —sentencia Carmen, con la misma decisión que seguro tuvo aquella vez—. Porque siempre digo, mire, si usted tiene algún pecado, alguna urgencia del alma, viene y me pide las llaves para entrar a confesarse ante los santos, cómo no lo voy a dejar entrar, allí yo le abro, usted reza todo lo que quiere, y después cierro yo de vuelta.

—¿Pero usted no pensó que podía ser el obispo en serio? —le pregunto entonces a Carmen.

— Cuando me lo dijo sí —me contesta—, pero después desconfié porque pensé que un obispo no podía ser tan maleducado. La cuestión es que se tuvo que ir a llamar al Intendente de Abra Pampa que lo conocía para que yo le abriera. Pero a las llaves no se las di, concluye y se ríe estirando el cuello hacia atrás.

continúa…

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