La veranada en el norte del Neuquén

La Veranada - regreso desde Pehuenia - Andrea Lípari

 

Nos hemos detenido diez kilómetros antes de Caviahue, comienzan a rodearnos los primeros cabritos. Son la cabecera de un rebaño algo retrasado que llega a la Veranada. En las zonas altas hay todavía innumerables praderas en donde los animales se alimentan con los pastos que deberán guardar como reserva para el invierno. Nos bajamos de Crisálida y por un rato quedamos sumergidos en un mar de pelos blancos, de cabezas, cuernos, cuerpos que nos esquivan, casi como si fuéramos árboles. En este divertimento estamos, les sacamos fotos, los tocamos, los acariciamos cuando pasan. Vemos que se aproxima uno de los arrieros. Le hago una seña y enseguida tira las riendas de su soberbio zaino y hace callar a los perros. Sin ninguna originalidad le hago la consabida pregunta: cómo anda don. Mucho gusto, Joselino Arrieta, se presenta con tanta decisión como la que debe haber tenido para salir con este arreo. El hombre, de mediana edad, barba espesa, negra y bastante crecida, hace el típico gesto de levantar el sombrero, se acomoda mejor sobre la montura, respira hondo en una acto reflejo de predisposición a la charla.

—Para dónde van —le digo.

—Allá, vamos allá, allí detrás, tenemos que pasar entre esas dos montañas —me dice y señala hacia el oeste, hacia la Cordillera.

—¿Y cómo va todo?

—Bien nomás —contesta con una sonrisa.

Ese “bien nomás”, esa expresión que se usa mucho en el interior, a veces desconcierta. Necesita que uno perciba o adivine la entonación que le da el que habla para traducir el posible significado. Puede indicar pesar, es decir: le contesto así por no decir mal. Puede ser también descontento, es decir: me va bien, pero no tanto. O por qué no, puede que sea indiferencia: le contesto así porque no le voy a andar dando explicaciones de cómo me va.

El hombre me saca de estas disquisiciones instantáneas cuando sigue la conversación. Joselino y sus compañeros vienen viajando desde hace una semana, desde cerca de Chorriaca.

—Venimos muy atrasados, no podíamos arrancar.

—¿Las lluvias?

—No, don, tuvimos más problemas para salir…, qué le voy a contar. Suspendimos varias veces el arranque, ya los cabros no tenían para comer casi.

—No debe ser fácil arrancar semejante viaje.

—Nos vamos varios meses, hay que dejar las cosas preparadas allá —dice, y pareciera que quiere seguir hablando pero se calla.

—Es mucho tiempo —le digo para quebrar ese breve silencio.

—Lo peor fue que se murió mi yegua, una tordilla que ni se imagina, teníamos todo listo —dice bajando la voz.

—Qué triste —le digo, sin saber bien qué decir.

—Demasiado para mi gusto —dice don Arrieta, y se incorpora sobre los estribos del zaino para darse vuelta y mirar atrás, a lo lejos, al resto de la manada detenida. Así permanece unos segundos, como suspendido algo más arriba, contra el cielo. Cuando se vuelve no me mira, tiene unos ojos diferentes que miran hacia adelante, el horizonte—. Estuve tres semanas enfermo, no me podía sanar, y todavía no ando bien.

—Yo también vi morir un caballo cuando era chico —le digo desde un recuerdo antiguo que me acerca la memoria.

—¿Era suyo? —pregunta ahora mirándome de nuevo.

—Era una petisa alazana. Aprendí a andar con ella —le digo—, yo era chico, me acuerdo que se embichó las patas, estaba llena de gusanos blancos. Un día apareció muerta en el corral, al lado de la parva de alfalfa.

—Habrán sido las bicheras, son bravas.

—Sí, son bravas —repito.

—Siempre hay que tener cuidado con las bicheras —dice al final —, bueno, nos vamos, un gusto.

—Ha sido un gustazo —le digo a modo de saludo y le tiendo la mano. Me la aprieta con la suya, áspera, rotunda, con fuerza, la misma con la que después tira de las riendas hacia un costado del zaino para arrancar.

 

 

 

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