Prólogo de Osvaldo Aguirre para “La Ruta 40 en la Patagonia”

Viajando se conoce gente, dice un refrán muy citado, y a través de la gente, podría agregar Juan Bereciartua, se conocen los lugares, la historia, la geografía, en definitiva el mundo. La ruta 40 en la Patagonia, su diario de viaje, relata una experiencia de descubrimiento y de profunda compenetración con un paisaje y sobre todo con sus habitantes.

Bereciartua acondiciona un utilitario para que le sirva de medio de transporte y de alojamiento y hace un recorrido de más de tres mil kilómetros que lo lleva desde Mendoza hasta Santa Cruz. Su viaje, en realidad, es la superposición de muchos viajes, de distintas travesías que convergen a través de la escritura en un recorrido, un mapa personal trazado a través de la historia, la leyenda, la geografía, la literatura y los testimonios de vida.

En la Laguna del Diamante, en el sur de Mendoza, Bereciartua se cruza con un baqueano de a caballo que le pregunta si está de paseo. “Mejor conociendo”, contesta, y la respuesta condensa el espíritu con el que conduce Crisálida, su vehículo. No es el turista que se deja llevar por las indicaciones convencionales, ni el que llega y se va de un lugar sin dejar rastros de su paso y sin ser modificado por aquello con lo que estuvo en contacto.

Bereciartua sigue un derrotero preciso: la ruta 40, de principio a fin en el sur argentino. En algunos tramos se permite hacer breves desvíos para conocer lugares de los que tiene referencias, pero siempre vuelve a la huella principal. No quiere cortar camino, aunque el ripio y las piedras lo vuelvan intransitable, y precisamente en esos sitios en que la aventura puede volverse imprevisible es donde el recorrido resulta más revelador.

El viaje aparece aquí como una búsqueda. Pero, ¿qué es lo que se busca? No se trata de un lugar determinado, ni de resolver algún misterio, y mucho menos de reconocer lo que se consideran atracciones turísticas. “No tengo ningún interés en hablar del Circuito Chico de Bariloche, y menos de lo que se denomina Punto Panorámico, cerca de la Bahía y Cerro López”, advierte Bereciartua.

El objeto de la búsqueda es entonces el viaje mismo, las posibilidades que se abren a partir del momento en que sale al camino: hay otro mundo, un mundo mágico como el de “los mejores recuerdos de infancia”, y está en la ruta 40.

Las bellezas naturales son los hitos de esa magia que persiguen los viajeros. De la Laguna de la Niña Encantada a la Cueva de las manos, de la Cordillera del Viento al Lago Viedma, Bereciartua es el testigo deslumbrado una y otra vez por el paisaje. Sin embargo, su propósito de dejar registro, de contar lo que vio, se sobrepone a cualquier impresión, incluso cuando se confiesa alucinado por lo que observa. Tampoco lo encandilan las leyendas locales, que transcribe con un guiño de complicidad o distanciamiento hacia el lector o a través de la versión más bien desmitificadora de algún paisano. Y tanto como los glaciares o las ciudades que recorre, las paradas previsibles en su hoja de ruta, pueden conmoverlo hallazgos inesperados: un pehuén, el vuelo de un cóndor, una nevada en Caviahue.

Bereciartua se mueve sin GPS. Conoce el camino y conoce a la gente, el impulso del viaje tiene que ver también con el deseo de reencontrar a los pobladores con los que ya se cruzó en una ocasión anterior. Y si se pierde, prefiere preguntar. La orientación que busca excede al dato puntual sobre el trayecto: “Tantas veces –dice-, al preguntar a un lugareño por algún rumbo extraviado, he descubierto historias o lugares dignos de ser conocidos, aunque haya que modificar los tiempos y el destino”.

La posibilidad de hablar con el que pasa y sobre todo con el obrero, el peón, el vecino que encuentra por el camino, es uno de los mayores atractivos del viaje. Por eso, La Ruta 40 en la Patagonia puede seguirse también como una sucesión de retratos inolvidables: don Macario, “paisano de a pie, paisano sabedor”; Joselino Arrieta, arreador; el intendente de un pueblo perdido que hace dedo en la ruta y Severo Calistín, mozo y esquilador que perdió un brazo pero no la habilidad para el trabajo, entre otros notables personajes, son informantes involuntarios de los lugares en los que viven, porque atesoran formas de hablar, expresiones de la lengua local, valores del terruño.

El viajero es también un explorador de incógnito. “La gente ignorará quién ha llegado, no sabe que se trata de alguien dispuesto a conocerlos, a recorrer sus virtudes y, si las hay, sus miserias –escribe Bereciartua, a poco de llegar a El Maitén-. Aunque yo no lo quiera, aunque muy pocos me vean o se enteren de mi presencia, algo me llevaré de aquí, además de la tierra de las calles en mis borceguíes”. Eso que se lleva, entre otras cosas, es el libro que leemos; y también hay lecturas en lo que deja, como el ejemplar de Las armas secretas que obsequia a Rafael, un empleado perdido en la inmensidad del paisaje santacruceño.

En una parada, mientras preparan el fuego para la cena, Bereciartua y su compañera leen un artículo periodístico sobre la Patagonia. Con sus errores, su panorama al vuelo, el texto “trasluce desde qué lugar se miran las cosas y circunstancias” y reafirma en Bereciartua, por contraste, su desafío y el alcance de

su empresa. No está de paso, aunque se mantenga en movimiento, porque también se queda en el lugar, pertenece a la ruta 40, participa en el mundo afectivo y vital de sus habitantes, desde la movilización popular contra la instalación de una mina en Esquel hasta el dolor por los obreros muertos en una mina de Río Turbio.

Las travesías y exploraciones por el sur argentino tienen una extensa tradición en la crónica. Las interferencias de la ficción en la realidad y la percepción del ambiente como un espacio desmesurado y maravilloso son rasgos comunes en los testimonios de los viajeros desde el texto que funciona como punto de partida, las memorias de Antonio Pigafetta y las presuntas referencias que halló sobre una tierra

habitada por gigantes.

Bereciartua conoce esa tradición, pero reivindica la necesidad de una mirada propia, una mirada compartida con el lector que cultive sus propias fuentes: la experiencia del contacto personal, la fidelidad al camino, “las venturas o desventuras de quienes viven en sus arrabales”. La búsqueda del viaje es también, finalmente,

la búsqueda de un relato, porque al hacer del diario una narración la experiencia encuentra su orden, su significado, lo que decanta como aprendizaje y marca de vida. Y si el viaje, entonces, puede continuar ahora bajo la forma de un libro es porque el libro, La Ruta 40 en la Patagonia, es tan fascinante y contagioso en su espíritu como la aventura que le dio origen.

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“La Ruta 40 en la Patagonia” | 292 páginas | 50 fotos color

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