Los fuegos de Casabindo – Tres

Casabindo - Jujuy 1096

TOREO DE LA VINCHA

Son las tres de la tarde. A un costado de la plaza, pegada al tapial, varios operarios municipales ajustan las últimas tuercas de una breve estructura de caños y tablones. Hay gente que ha comenzado a invadirla, es un lugar privilegiado para ver la contienda. Falta poco para que comience y los oportunistas han llegado al mejor lugar. Unos minutos después se acercan por una calle lateral una treintena de personas que desentonan con el resto del público. Hombres de trajes impecables, morenos, pelo negro engelado, consecuentes lentes oscuros, y mujeres con vestidos de marca y sombreros de ala como para dos soles.

—Este palco es para las autoridades —dice un uniformado con charreteras en la camisa y un palo en la mano.

Los plateistas privilegiados bajan y suben los trajes y los sombreros. Entre ellos está el gobernador de la provincia.

A último momento el dueño de una casa vecina a la placita se asoma a la calle y ofrece su techo al módico precio de doscientos pesos. Algunos pagan y suben por una escalera precaria colocada al efecto. Otros suben sin pagar. El dueño del techo protesta pero ya tiene su casa invadida. En un plano más bajo al público sigue rugiendo y esperando ansioso. Muchos, demasiados extranjeros, vestidos raros y cámaras descomunales. El piso de arena contenido por el tapial contrasta en color y movimiento con las varias sendas de banderines multicolores que techan el vacío. Anuncian por los altoparlantes que falta muy poco. Alguien de apellido sencillo, alguien de la “Comisión”, corre en todas direcciones encerrado en el rectángulo de la plaza y tratando de que nada quede librado al azar. Más tarde se sabrá que la serie de improvisaciones que muestra la “organización” tiene más que ver con ese azar que se obstina en mantenerse omnipresente sobrevolando la fiesta.

Casi una hora después de que los altoparlantes anunciaran la aparición del primer toro, da comienzo la ceremonia que algunos mal llaman espectáculo. Por fin el toro, el protagonista necesario se hace  presente, varios hombres montados lo empujan al ruedo por una puerta lateral. El sol de la Puna cae hiriente sobre la arena. La algarabía del público ahora se generaliza, verán lo más importante que han venido a ver a Casabindo. El animal recorre la arena bufando, se frena, mira al público inexplicable, araña el suelo con las pezuñas, parece dispuesto a no entregar fácilmente la vincha roja con cuatro medallas que lleva entre los cuernos.

No se sabe bien de dónde aparece un chico veinteañero, de ropaje incierto, desprovisto, con zapatillas desatadas, pasos inseguros, es decir, aparece el torero con un trapo rojo enrollado en el brazo. Por ahora todo es gritos y oles. El joven hace unas fintas con el trapo que desairan al toro. Las risas comienzan a amainar. De pronto sucede. El animal se lleva por delante al torero improvisado y prosigue su vengativo camino arrastrándolo, pisándolo y enharinándolo por la arena. Cuesta ver que hay sangre en la cara del muchacho. Las risas huelgan y se transforman en oes de bocas y ojos. Después, durante los embistes del toro, el silencio absoluto del público sólo se quiebra por los gritos en los altavoces y los gritos de los improvisados toreros de compañía que salen al ruedo con trapos rojos. Intentan ahuyentar al animal embravecido, le pegan, lo tiran de la cola, lo patean, todos le piden a la Virgen que interceda.

Cuando logran distraerlo y sacarlo de la carne magullada, el promesante intenta levantarse sólo para huir de ese infierno. Mientras es retirado de la arena el altavoz de la transmisión suplica por la ambulancia que está en las afueras de la plaza, que la dejen acercarse. Y allí se empieza a escuchar, en lugar del relato del encuentro taurino que sonaba hasta aquí, una retahíla de quejas, llamados desesperados a los médicos, a la familia del herido, vanos intentos de ordenar desde el micrófono el operativo de atención médica. Y después la información pública al aire, innecesaria, sobre los avatares del viaje de la ambulancia a Abrapampa, a Humahuaca, a Jujuy y las escalas pertinentes.

Adentro del ruedo, los promesantes con sus paños rojos en ristre, algunos con la conciencia acallada por el alcohol, no amainan en su fe. Ahora se separa Álvaro Castelarín de los jóvenes que han venido a auxiliar al primer promesante. Él, con su vistoso pañuelo azul al cuello, se va a hacer cargo de la faena. Pensará en su madrecita, en los achaques de la edad. Álvaro está seguro de que a él no le pasará nada, que él merece que la Virgen lo acompañe en la búsqueda de la vincha roja con las medallas. Y allí va Álvaro Castelarín con un grito, al choque con la ceguera del animal que lo está esperando.

DEJA UN COMENTARIO