Fragmento de Caballito marino/ Tres golpes de timbal, DANIEL MOYANO

DANIEL MOYANO 1

Tarea difícil como pocas sacar una canción del interior de un viejo tan frágil como ése. Para arrancársela y poder escucharla necesitaban que el Ondulatorio continuase vivo tras la operación, y allí estaba la dificultad, sobre todo si se tenía en cuenta su vejez y la circunstancia de que la canción detectada en su momento por el Oidor había crecido con el tiempo allá en el fondo del viejo y que éste, demasiado pequeño para contenerla, podría romperse en el momento de alumbrarla, con lo que se quedaría sin viejo y sin canción. Esto explicaba la presencia del médico, encargado de velar por la vida del contenedor mientras durara la extirpación, un tanto artesanal, de la canción del gallo blanco. El extirpador, o interrogador, había prometido liquidar el asunto en una sola sesión, de modo que quizás la noche fuese larga. El viejo había dormido todo el día, confundido por la falta de luz de la mazmorra, por lo que creyó, cuando los vio entrar, que acababa de amanecer.

Buenos días, dijo el Ondulatorio sentado en la tarima, viendo llenarse la celda con cinco hombres silenciosos, difusos en la luz temblorosa de una lámpara que colgaron de un clavo. El hombre número Uno desplegó una banqueta y una mesa en el rincón más iluminado donde instaló un aparato con botones que contenían letras, y se sentó a esperar. El número Dos los hizo poner de pie y llenó la tarima de linternas, espejos y herramientas diversas. El Tres y el Cuatro se apoyaron en la pared opuesta. El Cinco, alejado de la luz, estaba como muy lejos, dentro de un borrón, hacia él dirigían todos sus miradas y palabras; cuando decía algo, su voz venía como atravesando brumas.

El quinto hombre pidió al Tres que repitiese la canción que le había oído al viejo. El Oidor dijo que de los cuatro versos escuchados sólo retenía dos, los que mencionaban al gallo blanco. La melodía también se la había olvidado, la entonó como pudo. El Dos se acercó al Ondulatorio casi hasta rozarlo. Queremos esa canción entera, dijo mirándole la boca, esperando que ésta se abriera dándole paso.

El viejo, que normalmente tenía la canción en el pecho, cerca de las cuerdas vocales, lista para salir en cualquier momento, tragó saliva un par de veces hasta hacerla descender; la sintió bajar hasta los niveles donde guardaba sus recuerdos elegidos, Emebé y el caballito trotador, con los que se ensambló. Ranuras, espigas y lengüetas trabaron y engargolaron todo de tal manera que nadie hubiera podido separar las partes de esa armazón para diferenciar una canción de lo que era Emebé allá dentro y en esa trama, ni Emebé del caballito. El Ondulatorio se cerró como la tapa de un cofre. El interrogador eligió, entre las herramientas desparramadas por la tarima, una llave de abrir viejos. La probó varias veces, seguro de que el cofre se abriría. Pero giraba en falso.

Vamos a tener que aflojar una tablita del costado, dijo el Dos mirando al Cuatro. No hay problemas, dijo el médico. El ondulatorio, tranquilo por haber podido esconderlo todo tan lejos, abrió la boca seguro de que se encontrarían con un baúl vacío. En os viejos arcones, cuando no tienen nada de valor, las pocas cosas olvidadas adentro carecen de sentido. Algún papelito, un carretel sin hilo, acaso una fotografía, pelusas y polvillo. Al menos eso fue lo que dejó visible en la primera superficie de su arcón de doble fondo.

El interrogador encendió su linterna número dos y alumbró hacia adentro. Es muy hondo y muy pícaro este viejo, dijo iluminando uno por uno esos objetos disimuladores. Vamos a tener que aflojar otra tablita para alumbrar un poco más abajo y ver si así encontramos algo.

La luz penetró hasta un lugar donde los recuerdos del anciano habitaban una atmósfera de sueño. Emebé y el caballito que la transportó aquella noche formaban una sola figura donde cada uno era prolongación del otro. Difícil saber dónde acababa ella y empezaba el caballo trotador, confundido a la vez, en niveles más profundos, con un enorme gallo blanco. Recuerdos muy crecidos con el tiempo y deformados por la ilusión y los deseos. Las distintas percepciones que tenía de la muchacha eran simultáneas, calentaba su cara en Minas Altas junto al fuego, cabalgaba con él y al mismo tiempo se paseaba por la galería de su casa, miren qué cosa más hermosa les he traído. Hacía frío, la arropaba. ¿Se siente a gusto? Sobre un caballo como éste, toda la vida. Este viejo tiene un empacho impresionante, dijo el interrogador apagando la linterna dos, dirigiendo sus palabras al Cinco, envuelto en sus penumbras.

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